India me atrapó desde la primera vez que la pisé en 2009, de la mano de la Fundación Dharma. Su caos armónico, su espiritualidad y su manera única de celebrar la vida me han llevado a volver una y otra vez. Entre todas sus festividades, el Holi ocupa un lugar especial: es la fiesta de los colores, de la primavera y del triunfo del bien sobre el mal, que hunde sus raíces en antiguas leyendas hinduistas. Una de las más populares cuenta cómo Prahlada, devoto del dios Vishnu, sobrevivió a las llamas gracias a la protección divina, simbolizando la victoria del bien sobre el mal.
En 2024 cumplí un sueño: vivir el Holi desde dentro, en lo que se convirtió en mi primer viaje de autor. No fui solo un espectador con cámara, sino un participante más, cubierto de polvos de mil colores, entre sonrisas que no necesitaban traducción. Lo celebramos en uno de los lugares más tradicionales: Vrindavan y Mathura, donde, según la tradición, Krishna pasó su infancia.
Cuenta la leyenda que Krishna, de piel azul, se sentía inseguro al compararse con la tez clara de Radha, su amada. Su madre, para consolarlo, le sugirió que pintara el rostro de Radha con colores, y así no habría diferencias entre ellos. Desde entonces, el gesto se repite cada año durante el Holi, recordando que el amor trasciende las apariencias y que el color une donde antes había contraste.
Para disfrutarlo de verdad, hay que ir con la mente y el corazón abiertos, sin esperar una agenda precisa ni horarios fijos como dicta nuestra mirada europeizada. El Holi se vive fluyendo, dejándose llevar por el momento y por la energía contagiosa de quienes lo celebran. Es un estallido de alegría colectiva que borra fronteras, edades y diferencias… para recordarnos que, al final, todos estamos hechos del mismo polvo, aunque sea de color.