Caretas con alma: la herencia artesanal de la familia Flores en el Carnaval de Oruro
En el corazón del Carnaval de Oruro, hay una tradición que no desfila sobre la ruta, pero que da rostro a su esencia: la elaboración de las caretas que coronan los trajes de los danzantes. Y dentro de ese universo artesanal, la familia Flores mantiene viva una herencia que combina técnica, historia y devoción.
Cuatro generaciones moldeando máscaras desde el yeso y el alma. Primero el abuelo, don Dionisio Flores, posteriormente don Cándido Flores, más tarde don Germán Flores y hoy, tras la muerte de Germán Flores en 2012 y de su hijo Fernando en 2018, doña Miriam Corrales –viuda de Germán–, su hijo Germán Flores y la esposa del hijo fallecido, Celia Capriles, siguen cultivando esta tradición artesanal que hace posible uno de los espectáculos enmascarados más multitudinarios del mundo.
Para conocer el trabajo de la familia Flores, es necesario alejarse del centro de la ciudad. En la Ciudadela Minera del barrio San José, muy cerca de la mina que lleva el mismo nombre, se encuentra el Taller de Máscaras Folclóricas El Quirquincho, como se puede leer en un enorme mural descolorido sobre la pared de una casa de tres plantas.
Dentro me reciben Germán Flores, una silenciosa doña Miriam Corrales y un perrito que, con sus tímidos ladridos ante presencia extraña, deambula por el taller. Respiro la carga de trabajo en estos últimos días previos a la celebración, porque Miriam Corrales, mientras la entrevisto, casi no levanta la vista de la máscara a la que está dando vida con una singular policromía. Es Germán Flores quien, amablemente, me dedica un valioso tiempo de su mañana para permitirme conocer mucho más sobre esta tradición artesanal que se resiste al «made in China».

Un arte que se transmite con las manos
“Desde niño, nuestros juguetes eran los moldes y el material que usaba mi padre”, me cuenta Germán Flores. Allí donde cuelgan dragones, plagas y diablos, la familia convierte la materia en símbolo. Las máscaras no se aprenden en talleres exprés: “Tendrías que haber nacido en una familia de mascareros. Es como aprender a pintar un cuadro, pero sin tener que pensarlo”.
Hoy, una nueva generación empieza a asomar. “Con que uno o dos nietos se interesen, mantenemos viva la tradición”. Porque, como recuerda doña Miriam Corrales, “me quedé con este legado de mi esposo, que era uno de los mejores mascareros, y hasta ahora sigo trabajando las máscaras”.
Caretas que narran leyendas
Las caretas del Carnaval de Oruro no son simples adornos. Representan una cosmovisión ancestral que se funde con la fe católica. “Antes de la llegada de los españoles no había demonios. Había dioses del alaxpacha (el mundo de arriba) y del manqhapacha (el mundo de abajo). La llegada de la colonia fusionó esas creencias y surgió el diablo como personaje principal del Carnaval”.
Cada máscara incorpora al menos uno de los elementos tradicionales: la víbora, el sapo, el lagarto o las hormigas. Las llamadas “cuatro plagas” que, según la leyenda, fueron derrotadas por la Ñusta Uru, una joven princesa andina, que posteriormente acabó fusionándose simbólicamente con la Virgen cristiana. “Eso es lo que nos liga con la historia y con la fe”, dice Germán.
Como recuerdan algunos estudios históricos, las máscaras se originan en la reinterpretación de las wak’as y apus andinos —deidades protectoras de la naturaleza— que con la colonización fueron identificados con el demonio cristiano. Así, el arte de la careta contiene un sincretismo cultural único en el mundo andino: una forma de resistir y resignificar.
Creatividad con raíces
La familia Flores-Corrales ha sabido preservar una estética única. “El diablo de Oruro no es un demonio del infierno. Es folclore. Es fe. Termina de rodillas ante la Virgen”, explica Germán. La combinación de policromía, simetría y elementos fantásticos da como resultado máscaras que se definen como “horriblemente hermosas”.
Algunos elementos visuales también tienen una historia sorprendente. “Ese dragón que ahora es parte habitual de las máscaras —me comenta Germán— surgió por influencia de un logo asiático que llegó a Oruro en envases de té en los años 30. Un danzarín pidió que su máscara lo incluyera y de ahí pasó al imaginario colectivo”.
Doña Miriam también lo vive desde el baile. Bisnieta del fundador de la Diablada Auténtica, aún participa en la liturgia con su ramo de flores en mano. “Parece que los orureños nacemos bailando la diablada”, dice con una sonrisa.
Tiempo, esfuerzo y evolución
Hacer una máscara no es tarea sencilla. “Con la técnica antigua podías tardar entre 15 y 20 días por máscara. Hoy, con fibra de vidrio, podemos terminar una en tres o cuatro días, sin perder el detalle”. Pero el tiempo y el esmero no son los únicos desafíos.
La economía también marca el ritmo del taller. “En Carnaval se gana bien, pero lo que ganas te dura un mes, con suerte dos. El resto del año hay que sobrevivir. Por eso también restauramos imágenes religiosas”. La familia sueña con poder proyectarse internacionalmente y consolidar un museo. “Tengo guardados los mejores trabajos de mi padre. No me gustaría que se pierdan”, me confiesa Germán Flores.
Sostenibilidad y adaptación
Los materiales también han evolucionado. “Antes usábamos vidrio de botellas y focos rotos para los ojos. Hoy usamos bombillas navideñas. En vez de fieltro, buscamos alternativas más livianas y resistentes”. Aun así, el objetivo sigue siendo el mismo: mantener el alma de las máscaras sin ceder a la lógica del consumo rápido.
Máscaras con fe
Para muchas familias, la careta es una promesa. Una ofrenda. “Hay danzarines que prefieren que su máscara pese más. Dicen que así purgan más sus pecados. Lo ofrecen a la Virgen del Socavón”, explica Germán. Y Miriam lo confirma con emoción: “Ella es nuestra madre. Hasta el trabajo nos llega por su intercesión. Yo la amo mucho”.
Verlas danzar: la mayor recompensa
Cuando le pregunto a Germán qué siente al ver sus máscaras en la entrada del Carnaval, no duda: “Esa es la mayor satisfacción. Ver tu trabajo ahí, que le saquen fotos, que salga en televisión… Eso paga más que el dinero”. En palabras de Miriam: “Apenas escucho las bandas, ya no sé cómo salir volando a ver. Es algo que no se puede explicar. Hay que vivirlo”.
Una tradición que quiere perdurar
A pesar de los retos económicos, tecnológicos y generacionales, la familia Flores sigue moldeando mucho más que yeso. Moldea identidad. Cultura. Historia. “No es solo una máscara —dice Germán—, es una parte de ti. Es tu sangre, tu infancia, tu fe. Es algo que no se puede dejar”.
Para Doña Miriam, la respuesta a por qué hay que venir a Oruro en Carnaval es sencilla: “Porque aquí se ve todo lo mejor en folclore y devoción. El sábado de entrada es puro corazón. Esto no se puede contar, hay que vivirlo”.
Después de casi dos horas en el Taller de Máscaras Folclóricas El Quirquincho, me marcho agradecido por haber podido conocer desde dentro el trabajo artesanal de una larga saga de careteros que, con cada pieza, siguen contribuyendo al alma del Carnaval de Oruro. Y también por haber confirmado que el verdadero arte, como la fe, necesita tiempo, memoria y manos que se niegan a olvidar.
