De los pies de la “Mamita” a la Calle 13: la genuinidad del Carnaval de Oruro

“A la calle 13 yo me voy,
a la calle 13 a bailar La morenada;
La morenada en el carnaval,
siempre alegres con la gran central,
por la virgencita.”

🎶 Escucha la canción aquí

Para los orureños, y sobre todo para los fraternos y danzantes del Carnaval de Oruro, la Calle 13 no remite al famoso grupo musical de Puerto Rico. Aunque muchos de ellos podrían sentirse identificados con la fuerza simbólica de su tema “Latinoamérica” -que celebra la diversidad lingüística, espiritual y cultural de un continente- el sentido que tiene la Calle 13 en el Carnaval orureño está profundamente arraigado en la vivencia, la comunidad y la fe.

Bolivia se declara Estado Plurinacional, reconociendo que en su territorio coexisten múltiples naciones originarias que existían mucho antes de la llegada de los colonizadores españoles. Este carácter plural y profundo también se manifiesta en el Carnaval de Oruro, una de las expresiones religiosas y culturales más impactantes del continente, declarado Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad por la UNESCO en 2001.

En medio de esa inmensidad simbólica y espiritual que es el Carnaval, la Calle 13 se convierte en algo más que una simple calle. Es wasi, una casa temporal, un refugio simbólico donde se entrelazan la devoción, la celebración, el cansancio y la dicha. Es el espacio de reencuentro con los hermanos de fraternidad, con los amigos de siempre, con los de lejos que vuelven cada año. Allí se renuevan vínculos, se cuentan historias y se aligera el alma después del esfuerzo, una vez cumplida la promesa de danzar por la “Mamita” del Socavón.

Para un visitante que busca comprender en profundidad el espíritu del Carnaval, la Calle 13 ofrece una oportunidad privilegiada. Es el lugar donde lo sagrado y lo cotidiano se tocan, donde la solemnidad de la fe se transforma en alegría compartida. Entre anticuchos, rostro de cordero, charquekan y humitas, se cruzan las miradas de quienes han entregado cuerpo y alma al baile, y ahora, por fin, descansan. No es raro que, si vas con cámara en mano o simplemente con una sonrisa abierta, algún local te invite a una Huari —esa cerveza que también es símbolo de identidad— porque, como dice su lema, “una historia comienza con Huari”.

El Carnaval de Oruro no es solo música, danza y vestuario. Es, ante todo, peregrinación. Los danzantes recorren casi cuatro kilómetros desde la Avenida 6 de Agosto hasta llegar al Santuario del Socavón, donde se postran ante la imagen de la Virgen. Cada paso es parte de una promesa, de una fe íntima, muchas veces silenciosa. Bajo las pesadas máscaras de moreno, caporal o diablo, muchos confiesan sentir una extraña soledad: una especie de recogimiento interno en medio del estruendo de las bandas y el entusiasmo de los espectadores. Un espacio donde solo caben ellos y su Virgen.

Tal vez por eso, al llegar al final del recorrido, hablar, compartir, brindar, se vuelve urgente. La Calle 13 es ese espacio donde se libera la tensión, donde el cuerpo encuentra respiro y el alma se conecta con otros. Allí se descansa, pero también se renace. Quitarse las botas, el pechero, la careta, el maquillaje… es parte del ritual. Y también lo es levantar el vaso y mirar al cielo. Celebrar, pero con sentido.

Eso sí, hay que tener cuidado con el reloj detenido. Porque en la Calle 13, las Huari van y vienen, los abrazos se multiplican y las horas se escapan sin pedir permiso. Algunos pierden la cuenta, y en ese pequeño caos festivo también se revela otra cara del carnaval: la de la catarsis, la del exceso, la del desfogue necesario tras semanas —o meses— de ensayo, esfuerzo y entrega.

Para el visitante curioso y respetuoso, la Calle 13 es también una prueba de fuego. Para comprender de verdad lo que allí se vive, hay que despojarse de prejuicios. Hay que dejar en casa las ideas preconcebidas y abrirse a mirar con nuevos ojos. Entonces, los gestos cobran sentido: el compartir de un plato, la invitación espontánea, las risas entre desconocidos. Y el acto de “ch’allar”, esa costumbre ancestral de verter un sorbo de bebida a la tierra antes de beber, se revela como lo que es: un acto de gratitud a la Pachamama, una forma viva de espiritualidad que pervive en cada brindis.

El Carnaval de Oruro es único porque logra lo que pocos: entrelazar lo divino con lo humano, la devoción con la alegría, la tradición con la actualidad. Y la Calle 13 es uno de sus mejores espejos. Porque en sus aceras y puertas abiertas no hay artificio, sino verdad. Porque allí se come, se ríe, se llora y se recuerda. Porque allí, entre las brasas, las cervezas y las danzas, late, sin filtros, el corazón de Oruro.

Y si te dejas llevar, como me pasó a mí, puede que sin darte cuenta termines cumpliendo lo que dice la canción: A la calle 13 yo me voy, a la calle 13 a bailar La morenada.

Caretas con alma: la herencia artesanal de la familia Flores en el Carnaval de Oruro

En el corazón del Carnaval de Oruro, hay una tradición que no desfila sobre la ruta, pero que da rostro a su esencia: la elaboración de las caretas que coronan los trajes de los danzantes. Y dentro de ese universo artesanal, la familia Flores mantiene viva una herencia que combina técnica, historia y devoción.

Cuatro generaciones moldeando máscaras desde el yeso y el alma. Primero el abuelo, don Dionisio Flores, posteriormente don Cándido Flores, más tarde don Germán Flores y hoy, tras la muerte de Germán Flores en 2012 y de su hijo Fernando en 2018, doña Miriam Corrales –viuda de Germán–, su hijo Germán Flores y la esposa del hijo fallecido, Celia Capriles, siguen cultivando esta tradición artesanal que hace posible uno de los espectáculos enmascarados más multitudinarios del mundo.

Para conocer el trabajo de la familia Flores, es necesario alejarse del centro de la ciudad. En la Ciudadela Minera del barrio San José, muy cerca de la mina que lleva el mismo nombre, se encuentra el Taller de Máscaras Folclóricas El Quirquincho, como se puede leer en un enorme mural descolorido sobre la pared de una casa de tres plantas.

Dentro me reciben Germán Flores, una silenciosa doña Miriam Corrales y un perrito que, con sus tímidos ladridos ante presencia extraña, deambula por el taller. Respiro la carga de trabajo en estos últimos días previos a la celebración, porque Miriam Corrales, mientras la entrevisto, casi no levanta la vista de la máscara a la que está dando vida con una singular policromía. Es Germán Flores quien, amablemente, me dedica un valioso tiempo de su mañana para permitirme conocer mucho más sobre esta tradición artesanal que se resiste al «made in China».

Un arte que se transmite con las manos
“Desde niño, nuestros juguetes eran los moldes y el material que usaba mi padre”, me cuenta Germán Flores. Allí donde cuelgan dragones, plagas y diablos, la familia convierte la materia en símbolo. Las máscaras no se aprenden en talleres exprés: “Tendrías que haber nacido en una familia de mascareros. Es como aprender a pintar un cuadro, pero sin tener que pensarlo”.

Hoy, una nueva generación empieza a asomar. “Con que uno o dos nietos se interesen, mantenemos viva la tradición”. Porque, como recuerda doña Miriam Corrales, “me quedé con este legado de mi esposo, que era uno de los mejores mascareros, y hasta ahora sigo trabajando las máscaras”.

Caretas que narran leyendas
Las caretas del Carnaval de Oruro no son simples adornos. Representan una cosmovisión ancestral que se funde con la fe católica. “Antes de la llegada de los españoles no había demonios. Había dioses del alaxpacha (el mundo de arriba) y del manqhapacha (el mundo de abajo). La llegada de la colonia fusionó esas creencias y surgió el diablo como personaje principal del Carnaval”.

Cada máscara incorpora al menos uno de los elementos tradicionales: la víbora, el sapo, el lagarto o las hormigas. Las llamadas “cuatro plagas” que, según la leyenda, fueron derrotadas por la Ñusta Uru, una joven princesa andina, que posteriormente acabó fusionándose simbólicamente con la Virgen cristiana. “Eso es lo que nos liga con la historia y con la fe”, dice Germán.

Como recuerdan algunos estudios históricos, las máscaras se originan en la reinterpretación de las wak’as y apus andinos —deidades protectoras de la naturaleza— que con la colonización fueron identificados con el demonio cristiano. Así, el arte de la careta contiene un sincretismo cultural único en el mundo andino: una forma de resistir y resignificar.

Creatividad con raíces
La familia Flores-Corrales ha sabido preservar una estética única. “El diablo de Oruro no es un demonio del infierno. Es folclore. Es fe. Termina de rodillas ante la Virgen”, explica Germán. La combinación de policromía, simetría y elementos fantásticos da como resultado máscaras que se definen como “horriblemente hermosas”.

Algunos elementos visuales también tienen una historia sorprendente. “Ese dragón que ahora es parte habitual de las máscaras —me comenta Germán— surgió por influencia de un logo asiático que llegó a Oruro en envases de té en los años 30. Un danzarín pidió que su máscara lo incluyera y de ahí pasó al imaginario colectivo”.

Doña Miriam también lo vive desde el baile. Bisnieta del fundador de la Diablada Auténtica, aún participa en la liturgia con su ramo de flores en mano. “Parece que los orureños nacemos bailando la diablada”, dice con una sonrisa.

Tiempo, esfuerzo y evolución
Hacer una máscara no es tarea sencilla. “Con la técnica antigua podías tardar entre 15 y 20 días por máscara. Hoy, con fibra de vidrio, podemos terminar una en tres o cuatro días, sin perder el detalle”. Pero el tiempo y el esmero no son los únicos desafíos.

La economía también marca el ritmo del taller. “En Carnaval se gana bien, pero lo que ganas te dura un mes, con suerte dos. El resto del año hay que sobrevivir. Por eso también restauramos imágenes religiosas”. La familia sueña con poder proyectarse internacionalmente y consolidar un museo. “Tengo guardados los mejores trabajos de mi padre. No me gustaría que se pierdan”, me confiesa Germán Flores.

Sostenibilidad y adaptación
Los materiales también han evolucionado. “Antes usábamos vidrio de botellas y focos rotos para los ojos. Hoy usamos bombillas navideñas. En vez de fieltro, buscamos alternativas más livianas y resistentes”. Aun así, el objetivo sigue siendo el mismo: mantener el alma de las máscaras sin ceder a la lógica del consumo rápido.

Máscaras con fe
Para muchas familias, la careta es una promesa. Una ofrenda. “Hay danzarines que prefieren que su máscara pese más. Dicen que así purgan más sus pecados. Lo ofrecen a la Virgen del Socavón”, explica Germán. Y Miriam lo confirma con emoción: “Ella es nuestra madre. Hasta el trabajo nos llega por su intercesión. Yo la amo mucho”.

Verlas danzar: la mayor recompensa
Cuando le pregunto a Germán qué siente al ver sus máscaras en la entrada del Carnaval, no duda: “Esa es la mayor satisfacción. Ver tu trabajo ahí, que le saquen fotos, que salga en televisión… Eso paga más que el dinero”. En palabras de Miriam: “Apenas escucho las bandas, ya no sé cómo salir volando a ver. Es algo que no se puede explicar. Hay que vivirlo”.

Una tradición que quiere perdurar
A pesar de los retos económicos, tecnológicos y generacionales, la familia Flores sigue moldeando mucho más que yeso. Moldea identidad. Cultura. Historia. “No es solo una máscara —dice Germán—, es una parte de ti. Es tu sangre, tu infancia, tu fe. Es algo que no se puede dejar”.

Para Doña Miriam, la respuesta a por qué hay que venir a Oruro en Carnaval es sencilla: “Porque aquí se ve todo lo mejor en folclore y devoción. El sábado de entrada es puro corazón. Esto no se puede contar, hay que vivirlo”.

Después de casi dos horas en el Taller de Máscaras Folclóricas El Quirquincho, me marcho agradecido por haber podido conocer desde dentro el trabajo artesanal de una larga saga de careteros que, con cada pieza, siguen contribuyendo al alma del Carnaval de Oruro. Y también por haber confirmado que el verdadero arte, como la fe, necesita tiempo, memoria y manos que se niegan a olvidar.

No todo brilla en el carnaval de Oruro

El Carnaval también tiene cicatrices. Tiene desafíos que enfrentar y que no se pueden —ni se deben— ignorar. No todo es perfecto. Pero quizá ahí radique parte de su genuinidad: es un espejo de la existencia misma. Una celebración con claroscuros, con momentos de belleza y de crudeza que conviven en un mismo escenario, reflejo, al fin y al cabo, de la dualidad de la vida.

A través de estas líneas no busco hacer reproches, sino mostrar la otra cara de un amor profundo. Porque solo lo que se ama de verdad merece ser cuestionado con la misma pasión con que se celebra, aportando una mirada crítica y reflexiva. Estos problemas no opacan la grandeza del Carnaval de Oruro, pero sí lo tensionan. Y creo que parte de su futuro depende de asumirlos con honestidad y compromiso, para que la Obra Maestra reconocida por la UNESCO no pierda su esencia.

La cara luminosa: hospitalidad, sincretismo y herencia viva

Antes de hablar de las sombras, quiero detenerme en lo que me enamoró y que, para mí, sigue siendo el corazón luminoso de esta fiesta.

Desde mi minuto uno en Oruro, me sentí acogido como en wasi (casa, en quechua). Cómo olvidar, aun más de una década después, la generosidad de Gastón Salazar y Janeth Taborga, los tíos de mis anfitrionas en 2014, Mariel y Brenda, familia que me abrió las puertas para ofrecerme más que un techo: un hogar. O el afecto de Marcelo y Mari Teresa, en cuya casa fui uno más de la familia en 2025.

La hospitalidad orureña no se finge: se ofrece como un abrazo abierto que termina convirtiéndose en amistad. La familiaridad con la que me recibieron me hizo comprender que el Carnaval no se vive solo en las calles, sino también en las mesas compartidas, en las conversaciones nocturnas, en los brindis improvisados.

Por supuesto, la riqueza histórica, cultural, folclórica y patrimonial de la celebración es incuestionable. Lo vi y lo sentí en muchos niveles.

El sincretismo religioso palpita en cada rincón del Santuario del Socavón, ese templo que tiende un puente entre lo subterráneo y lo divino, entre el mundo minero y la espiritualidad mariana. Allí, la Virgen del Socavón se convierte en Mamita protectora, pero también sobreviven las wakas prehispánicas y la devoción al Tío de la Mina. En Oruro lo sagrado no se impone: convive, se mezcla, se resignifica.

La música, por su parte, es una sinfonía colectiva que atraviesa la ciudad y la transforma. Escuchar a más de doscientos músicos tocar de memoria, en un mismo bloque, con la fuerza del viento y la percusión, es una experiencia imposible de olvidar. La ciudad entera se convierte en un pentagrama andino que late a cielo abierto.

La creatividad también es un corazón que nunca deja de latir. Los artesanos bordan trajes durante meses; los careteros convierten el mito en máscara; los diseñadores, como Mónica Siles o Carla Pinky, apuestan por unir tradición y sostenibilidad. Hay belleza, pero también herencia viva que pasa de padres a hijos, de taller en taller. Cada puntada y cada pincelada cuentan una historia que en Oruro no muere: se reinventa.

La gastronomía, en medio de la vorágine carnavalesca, es otro capítulo central. El fricasé revitalizante en una jornada festiva, el rostro asado compartido entre serpentinas, los chorizos humeantes de la Ranchería, el api con buñuelo que reconforta tras una noche larga. En Oruro, la comida no es solo alimento: es identidad, comunidad, una manera de reafirmar quién eres y con quién compartes.

Y, finalmente, la ritualidad. Porque aquí todo, absolutamente todo, tiene un sentido más profundo. La ch’alla con cerveza y serpentinas en los negocios, el gesto de quitarse la máscara al entrar al Santuario, el arrodillarse frente a la Virgen después de kilómetros de danza… Son actos que van más allá del folclore: pactos íntimos con lo divino, con la tierra, con los antepasados. Para una mirada observadora como la mía, la gratitud allí no se proclamaba en voz alta: se practicaba en gestos pequeños, más poderosos que cualquier discurso.

Por eso, aunque el Carnaval de Oruro tenga sus problemas, sería injusto no reconocer que lo que lo sostiene, lo que lo hace único, es precisamente esa suma de sincretismo, música, creatividad, gastronomía y ritualidad. Sin ellos, sería una fiesta más. Con ellos, se convierte en herencia viva.

Sombras del Carnaval: alcohol, desorden y excesos

Pero sería deshonesto quedarme solo con esa visión idealizada. Hay realidades que incomodan y que también forman parte del Carnaval de Oruro. Como toda fiesta, también aquí hay cicatrices.

El consumo excesivo de alcohol es, quizá, la más visible de ellas. La venta sin control en comercios y puestos callejeros convierte las jornadas en un escenario donde la devoción convive con el exceso. No niego que el brindis forma parte de la celebración, ni que el acto de ch’allar —verter unas gotas a la tierra antes de beber— es un gesto de gratitud ancestral a la Pachamama. Pero la línea entre lo ritual y lo desmedido se cruza con demasiada facilidad. Y, conforme avanza el día, lo que empezó como alegría compartida acaba, en demasiadas ocasiones, convertido en descontrol.

El Carnaval de 2025 dejó una imagen que me cuesta borrar: “Joven pierde su dedo al saltar de una gradería del Carnaval de Oruro”. Titulares como este no solo estremecen: nos recuerdan que detrás del bullicio también hay irresponsabilidad, falta de control y dolor.

Ese mismo exceso desemboca en otro problema que se intensifica por la tarde y, sobre todo, en la noche del domingo: el desorden. El público invade el espacio destinado a los danzantes, generando interrupciones, empujones y caos en ciertos tramos del recorrido. A veces esa cercanía propicia momentos de comunión muy especiales entre público y bailarines; otras, se convierte en una molestia que rompe la solemnidad y la fluidez de la peregrinación.

Miradas superficiales y silencios oficiales

Tampoco puedo obviar otro fenómeno cada vez más presente: la avalancha de fotógrafos, creadores de contenidos e incluso pseudo periodistas que viajan a Oruro atraídos por la espectacularidad del Carnaval. La mayoría actúa con respeto, pero no faltan quienes atraviesan bloques de danzarines, irrumpen en momentos de recogimiento o se lanzan en busca de la mejor toma sin medir consecuencias. Lo más preocupante es el intrusismo de personas sin credenciales, que circulan con total impunidad y sin control alguno por parte de las autoridades.

Y aquí conviene recordarlo con firmeza: el espacio del danzarín es sagrado. Así me lo dijo Marcelo Meneses, Alma Tunante, con la serenidad de quien lleva fotografiando el Carnaval más de 15 años. Romperlo por una foto no solo es una falta de respeto: es una herida a la esencia misma de la fiesta.

Otra sombra tiene que ver con la mirada superficial con la que, demasiadas veces, se narra el Carnaval de Oruro. Muchos medios, influencers y creadores de contenido se quedan en la epidermis: en el color de los trajes, la espectacularidad de las coreografías, el bullicio que fascina a primera vista. Pocos se detienen a profundizar en lo que sostiene todo eso: las raíces históricas, la espiritualidad que lo atraviesa, el sincretismo que lo hace único, los símbolos que lo cargan de sentido o los retos sociales que lo tensionan.

Sin esa profundidad, la narración se queda incompleta, como una fotografía desenfocada. Estoy convencido de que cualquier persona que quiera documentar el Carnaval debería pasar, al menos una vez, por una charla con Mauricio Cazorla: escucharlo es aprender a mirar, a sentir y a contar el Carnaval con la hondura que requiere.

También hay sombras en lo más práctico. La dificultad para acceder a las autoridades es real, incluso para quienes viajamos con la intención de narrar el Carnaval con rigor periodístico. Conseguir entrevistas, datos fiables o cifras oficiales se vuelve una carrera de fondo. El primer contacto con autoridades como la Alcaldía de Oruro, el Secretariado de Turismo, el Viceministerio de Turismo o la Asociación de Conjuntos Folclóricos de Oruro (ACFO) suele ser sencillo, pero después todo se complica como si uno caminara por pasillos interminables. Tras insistir mucho, logré finalmente un informe con cifras del Carnaval de 2025. Sin embargo, incluso con el documento en mano, la sensación era clara: no se concede al análisis institucional ni al rigor estadístico la importancia que merecen. Muchas de las cifras de visitantes o del impacto económico que circulan en Internet son las mismas que se repiten desde hace más de una década, recicladas año tras año sin actualización ni contraste, como si ese dato permaneciese congelada en el tiempo.

El impacto ambiental y la lección del barrendero

Tampoco se puede obviar el impacto ambiental. Las calles, tras el paso de la fiesta, se convierten en un mar de basura: botellas, vasos, restos de comida… El esfuerzo de los equipos de limpieza es encomiable, pero insuficiente frente a la falta de civismo de muchos asistentes. Esa imagen duele, porque ensucia no solo el espacio físico, sino también el espíritu de una celebración que debería ser ejemplo de respeto.

Sin embargo, incluso en medio de esa sombra, encontré un destello que me conmovió. En el Carnaval de 2025, un trabajador de limpieza se robó todas las miradas: mientras recogía los desechos, lo hacía bailando al ritmo de la música, con una alegría contagiosa que convertía la rutina en espectáculo. Escoba en mano, demostraba que la pasión y la entrega pueden dignificar cualquier labor.

Pero no deberíamos quedarnos solo con la anécdota pintoresca. Si un barrendero tuvo que llamar la atención con su baile para que miremos lo evidente, es porque como sociedad seguimos fallando en lo básico: el respeto por el espacio común. El Carnaval de Oruro necesita con urgencia más educación cívica, campañas de sensibilización y un compromiso colectivo que vaya más allá de la fiesta. Porque la basura no es solo un problema estético: es un reflejo de nuestra responsabilidad —o de su ausencia— con la ciudad que nos acoge y con una tradición que merece ser cuidada en todos sus aspectos.

Amar con los ojos abiertos

El Carnaval de Oruro es, y seguirá siendo, una de las expresiones culturales y espirituales más fascinantes del mundo. Pero sería ingenuo pensar que todo en él brilla. Como las minas que dieron origen a la ciudad, también esta celebración tiene vetas abiertas que deben ser trabajadas con responsabilidad.

Amar el Carnaval es también exigirle. Reconocer sus sombras no le resta grandeza, sino que la fortalece. Porque solo lo que se mira de frente puede transformarse.

Para un viajero y periodista como yo, la enseñanza es doble: venir a Oruro no solo es dejarse deslumbrar por la música, los trajes y la devoción. Es también observar con conciencia crítica, preguntarse qué hay detrás de cada gesto, de cada exceso, de cada silencio.

Yo sigo enamorado del Carnaval de Oruro. Pero lo amo con los ojos abiertos. Y por eso lo celebro… y también lo cuestiono.