No todo brilla en el carnaval de Oruro

El Carnaval también tiene cicatrices. Tiene desafíos que enfrentar y que no se pueden —ni se deben— ignorar. No todo es perfecto. Pero quizá ahí radique parte de su genuinidad: es un espejo de la existencia misma. Una celebración con claroscuros, con momentos de belleza y de crudeza que conviven en un mismo escenario, reflejo, al fin y al cabo, de la dualidad de la vida.

A través de estas líneas no busco hacer reproches, sino mostrar la otra cara de un amor profundo. Porque solo lo que se ama de verdad merece ser cuestionado con la misma pasión con que se celebra, aportando una mirada crítica y reflexiva. Estos problemas no opacan la grandeza del Carnaval de Oruro, pero sí lo tensionan. Y creo que parte de su futuro depende de asumirlos con honestidad y compromiso, para que la Obra Maestra reconocida por la UNESCO no pierda su esencia.

La cara luminosa: hospitalidad, sincretismo y herencia viva

Antes de hablar de las sombras, quiero detenerme en lo que me enamoró y que, para mí, sigue siendo el corazón luminoso de esta fiesta.

Desde mi minuto uno en Oruro, me sentí acogido como en wasi (casa, en quechua). Cómo olvidar, aun más de una década después, la generosidad de Gastón Salazar y Janeth Taborga, los tíos de mis anfitrionas en 2014, Mariel y Brenda, familia que me abrió las puertas para ofrecerme más que un techo: un hogar. O el afecto de Marcelo y Mari Teresa, en cuya casa fui uno más de la familia en 2025.

La hospitalidad orureña no se finge: se ofrece como un abrazo abierto que termina convirtiéndose en amistad. La familiaridad con la que me recibieron me hizo comprender que el Carnaval no se vive solo en las calles, sino también en las mesas compartidas, en las conversaciones nocturnas, en los brindis improvisados.

Por supuesto, la riqueza histórica, cultural, folclórica y patrimonial de la celebración es incuestionable. Lo vi y lo sentí en muchos niveles.

El sincretismo religioso palpita en cada rincón del Santuario del Socavón, ese templo que tiende un puente entre lo subterráneo y lo divino, entre el mundo minero y la espiritualidad mariana. Allí, la Virgen del Socavón se convierte en Mamita protectora, pero también sobreviven las wakas prehispánicas y la devoción al Tío de la Mina. En Oruro lo sagrado no se impone: convive, se mezcla, se resignifica.

La música, por su parte, es una sinfonía colectiva que atraviesa la ciudad y la transforma. Escuchar a más de doscientos músicos tocar de memoria, en un mismo bloque, con la fuerza del viento y la percusión, es una experiencia imposible de olvidar. La ciudad entera se convierte en un pentagrama andino que late a cielo abierto.

La creatividad también es un corazón que nunca deja de latir. Los artesanos bordan trajes durante meses; los careteros convierten el mito en máscara; los diseñadores, como Mónica Siles o Carla Pinky, apuestan por unir tradición y sostenibilidad. Hay belleza, pero también herencia viva que pasa de padres a hijos, de taller en taller. Cada puntada y cada pincelada cuentan una historia que en Oruro no muere: se reinventa.

La gastronomía, en medio de la vorágine carnavalesca, es otro capítulo central. El fricasé revitalizante en una jornada festiva, el rostro asado compartido entre serpentinas, los chorizos humeantes de la Ranchería, el api con buñuelo que reconforta tras una noche larga. En Oruro, la comida no es solo alimento: es identidad, comunidad, una manera de reafirmar quién eres y con quién compartes.

Y, finalmente, la ritualidad. Porque aquí todo, absolutamente todo, tiene un sentido más profundo. La ch’alla con cerveza y serpentinas en los negocios, el gesto de quitarse la máscara al entrar al Santuario, el arrodillarse frente a la Virgen después de kilómetros de danza… Son actos que van más allá del folclore: pactos íntimos con lo divino, con la tierra, con los antepasados. Para una mirada observadora como la mía, la gratitud allí no se proclamaba en voz alta: se practicaba en gestos pequeños, más poderosos que cualquier discurso.

Por eso, aunque el Carnaval de Oruro tenga sus problemas, sería injusto no reconocer que lo que lo sostiene, lo que lo hace único, es precisamente esa suma de sincretismo, música, creatividad, gastronomía y ritualidad. Sin ellos, sería una fiesta más. Con ellos, se convierte en herencia viva.

Sombras del Carnaval: alcohol, desorden y excesos

Pero sería deshonesto quedarme solo con esa visión idealizada. Hay realidades que incomodan y que también forman parte del Carnaval de Oruro. Como toda fiesta, también aquí hay cicatrices.

El consumo excesivo de alcohol es, quizá, la más visible de ellas. La venta sin control en comercios y puestos callejeros convierte las jornadas en un escenario donde la devoción convive con el exceso. No niego que el brindis forma parte de la celebración, ni que el acto de ch’allar —verter unas gotas a la tierra antes de beber— es un gesto de gratitud ancestral a la Pachamama. Pero la línea entre lo ritual y lo desmedido se cruza con demasiada facilidad. Y, conforme avanza el día, lo que empezó como alegría compartida acaba, en demasiadas ocasiones, convertido en descontrol.

El Carnaval de 2025 dejó una imagen que me cuesta borrar: “Joven pierde su dedo al saltar de una gradería del Carnaval de Oruro”. Titulares como este no solo estremecen: nos recuerdan que detrás del bullicio también hay irresponsabilidad, falta de control y dolor.

Ese mismo exceso desemboca en otro problema que se intensifica por la tarde y, sobre todo, en la noche del domingo: el desorden. El público invade el espacio destinado a los danzantes, generando interrupciones, empujones y caos en ciertos tramos del recorrido. A veces esa cercanía propicia momentos de comunión muy especiales entre público y bailarines; otras, se convierte en una molestia que rompe la solemnidad y la fluidez de la peregrinación.

Miradas superficiales y silencios oficiales

Tampoco puedo obviar otro fenómeno cada vez más presente: la avalancha de fotógrafos, creadores de contenidos e incluso pseudo periodistas que viajan a Oruro atraídos por la espectacularidad del Carnaval. La mayoría actúa con respeto, pero no faltan quienes atraviesan bloques de danzarines, irrumpen en momentos de recogimiento o se lanzan en busca de la mejor toma sin medir consecuencias. Lo más preocupante es el intrusismo de personas sin credenciales, que circulan con total impunidad y sin control alguno por parte de las autoridades.

Y aquí conviene recordarlo con firmeza: el espacio del danzarín es sagrado. Así me lo dijo Marcelo Meneses, Alma Tunante, con la serenidad de quien lleva fotografiando el Carnaval más de 15 años. Romperlo por una foto no solo es una falta de respeto: es una herida a la esencia misma de la fiesta.

Otra sombra tiene que ver con la mirada superficial con la que, demasiadas veces, se narra el Carnaval de Oruro. Muchos medios, influencers y creadores de contenido se quedan en la epidermis: en el color de los trajes, la espectacularidad de las coreografías, el bullicio que fascina a primera vista. Pocos se detienen a profundizar en lo que sostiene todo eso: las raíces históricas, la espiritualidad que lo atraviesa, el sincretismo que lo hace único, los símbolos que lo cargan de sentido o los retos sociales que lo tensionan.

Sin esa profundidad, la narración se queda incompleta, como una fotografía desenfocada. Estoy convencido de que cualquier persona que quiera documentar el Carnaval debería pasar, al menos una vez, por una charla con Mauricio Cazorla: escucharlo es aprender a mirar, a sentir y a contar el Carnaval con la hondura que requiere.

También hay sombras en lo más práctico. La dificultad para acceder a las autoridades es real, incluso para quienes viajamos con la intención de narrar el Carnaval con rigor periodístico. Conseguir entrevistas, datos fiables o cifras oficiales se vuelve una carrera de fondo. El primer contacto con autoridades como la Alcaldía de Oruro, el Secretariado de Turismo, el Viceministerio de Turismo o la Asociación de Conjuntos Folclóricos de Oruro (ACFO) suele ser sencillo, pero después todo se complica como si uno caminara por pasillos interminables. Tras insistir mucho, logré finalmente un informe con cifras del Carnaval de 2025. Sin embargo, incluso con el documento en mano, la sensación era clara: no se concede al análisis institucional ni al rigor estadístico la importancia que merecen. Muchas de las cifras de visitantes o del impacto económico que circulan en Internet son las mismas que se repiten desde hace más de una década, recicladas año tras año sin actualización ni contraste, como si ese dato permaneciese congelada en el tiempo.

El impacto ambiental y la lección del barrendero

Tampoco se puede obviar el impacto ambiental. Las calles, tras el paso de la fiesta, se convierten en un mar de basura: botellas, vasos, restos de comida… El esfuerzo de los equipos de limpieza es encomiable, pero insuficiente frente a la falta de civismo de muchos asistentes. Esa imagen duele, porque ensucia no solo el espacio físico, sino también el espíritu de una celebración que debería ser ejemplo de respeto.

Sin embargo, incluso en medio de esa sombra, encontré un destello que me conmovió. En el Carnaval de 2025, un trabajador de limpieza se robó todas las miradas: mientras recogía los desechos, lo hacía bailando al ritmo de la música, con una alegría contagiosa que convertía la rutina en espectáculo. Escoba en mano, demostraba que la pasión y la entrega pueden dignificar cualquier labor.

Pero no deberíamos quedarnos solo con la anécdota pintoresca. Si un barrendero tuvo que llamar la atención con su baile para que miremos lo evidente, es porque como sociedad seguimos fallando en lo básico: el respeto por el espacio común. El Carnaval de Oruro necesita con urgencia más educación cívica, campañas de sensibilización y un compromiso colectivo que vaya más allá de la fiesta. Porque la basura no es solo un problema estético: es un reflejo de nuestra responsabilidad —o de su ausencia— con la ciudad que nos acoge y con una tradición que merece ser cuidada en todos sus aspectos.

Amar con los ojos abiertos

El Carnaval de Oruro es, y seguirá siendo, una de las expresiones culturales y espirituales más fascinantes del mundo. Pero sería ingenuo pensar que todo en él brilla. Como las minas que dieron origen a la ciudad, también esta celebración tiene vetas abiertas que deben ser trabajadas con responsabilidad.

Amar el Carnaval es también exigirle. Reconocer sus sombras no le resta grandeza, sino que la fortalece. Porque solo lo que se mira de frente puede transformarse.

Para un viajero y periodista como yo, la enseñanza es doble: venir a Oruro no solo es dejarse deslumbrar por la música, los trajes y la devoción. Es también observar con conciencia crítica, preguntarse qué hay detrás de cada gesto, de cada exceso, de cada silencio.

Yo sigo enamorado del Carnaval de Oruro. Pero lo amo con los ojos abiertos. Y por eso lo celebro… y también lo cuestiono.